En el año que terminamos, nos hemos encontrado con grandes sorpresas, quizá muchas y muy impactantes. Algunas nos han afectado a todos, cercanos o lejanos, de todas las latitudes de la tierra, y entre otras destaco la llegada de un nuevo Francisco a la Iglesia y a la humanidad entera y la partida de Nelson Mandela, quien luchó infatigablemente por la justicia con el arma más poderosa: la Paz.
Del Papa Francisco, en su corto período de servicio a la Iglesia, tenemos ya mucho para recordar e intentar hacerlo vida, para construir en común una Iglesia y una sociedad renovadas. A continuación les comparto el Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada Mundial de la Paz, con el lema que orienta claramente desde dónde y por dónde hacer camino a la paz: la fraternidad. Que sea para todos un gran Proyecto para este nuevo año que comienza.
LA FRATERNIDAD, FUNDAMENTO Y FUENTE PARA LA PAZ
1. En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz, quisiera desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de
alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su
interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble
de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que
encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y
querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del
hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter
relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana
y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad
justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente
la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo
gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en
particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda
fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la
paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El número cada vez mayor de interdependencias y de
comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la
conciencia de que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten
un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de
etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una
comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los
unos de los otros. Sin embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado
por la “globalización de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al
sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten
esa vocación.
En muchas partes del mundo, continuamente se lesionan
gravemente los derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida
y a la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos,
con cuya vida y desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un
ejemplo inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman
otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el
campo económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de
familias, de empresas.
La globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos
acerca a los demás, pero no nos hace hermanos[1]. Además,
las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no
sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura
de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso
individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos
sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al
abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la
convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des pragmático y egoísta.
Al mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas
contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya
que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento
último, no logra subsistir[2]. Una
verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad
trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la
fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa
por el otro.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn4,9)
2. Para comprender mejor esta vocación del hombre a la
fraternidad, para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en
su realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental dejarse
guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta luminosamente
la Sagrada Escritura. Según el relato de los orígenes, todos los hombres
proceden de unos padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su
imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel.
En la historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la
evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos. Abel es pastor,
Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es ser hermanos, en la diversidad
de su actividad y cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la
creación. Pero el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia
trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad
de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos,
preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de
Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el Señor se fijó en Abel
y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De
esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente
con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger
al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que Dios interpela a
Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy
yo el guardián de mi hermano?» (Gn4,9). Después –nos dice el
Génesis–«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han
llevado a Caín a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el
vínculo de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo
denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la
puerta» (Gn 4,7). No
obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra
su hermano Abel» (Gn 4,8),
rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo
de Dios y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva
inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática
posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que
está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres
mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es
decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
3. Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres
de este mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de
fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus
fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas
diferencias que caracterizan a los hermanos y hermanas? Parafraseando sus
palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús: Ya
que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada
en la paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica,
indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y
extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto,
que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido,
se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de
las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la
reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su muerte y
resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la fraternidad, que los hombres no son
capaces de generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza
humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz
(cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos
constituye en humanidad
nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que
comprende la plena realización de la vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios,
concediéndole el primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a
la muerte por amor al Padre, se convierte en principio
nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a
reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma
Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los
hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separaciónentre pueblos, entre
el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de esperanza
porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en
la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha
hecho uno solo, derribando el muro de separación que los dividía, la enemistad.
Él ha creado en sí mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola
humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios
como Padre y se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El
hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el
llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado
y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y
menos aún como un contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos
son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos
gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido
rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno.
Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de
los hermanos.
La fraternidad, fundamento y camino para la paz
4. Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la
fraternidad es fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales
de mis Predecesores aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría
recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera,
encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la
paz[3]. En
la segunda, que la paz esopus solidaritatis[4].
Pablo VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las
naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: «En esta
comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a
una para edificar el porvenir común de la humanidad»[5]. Este
deber concierne en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones hunden
sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural, y se presentan bajo un
triple aspecto: eldeber de solidaridad, que
exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en
términos más correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y
pueblos débiles; el deber
de caridad universal, que
implica la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan
algo que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el
desarrollo de los otros[6].
Asimismo, si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede
soslayar que la fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan
Pablo II– es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es
posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como
desarrollo más humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de
todos, una «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común»[7].
Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de
poder». Es necesario estar dispuestos a «‘perderse’ por el otro en lugar de
explotarlo, y a ‘servirlo’en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El
‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado] como un
instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y
resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’
nuestro, una ‘ayuda’»[8].
La solidaridad
cristiana entraña que el
prójimo sea amado no sólo como «un ser humano con sus derechos y su igualdad
fundamental con todos», sino como «la imagen
viva de Dios Padre, rescatada
por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu
Santo»[9],
como un hermano.«Entonces la conciencia
de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo,
‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo,
conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criteriopara
interpretarlo»[10], para
transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la pobreza
5. En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo
entero que la falta de fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es una
causa importante de la pobreza[11]. En
muchas sociedades experimentamos una profundapobreza relacional debida a la carencia de sólidas
relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento
de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a variadas
formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada
redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las
comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y
los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además, si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de
reconocer un grave aumento de la pobreza
relativa, es decir, de las
desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o
en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan
también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las
personas –iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a
los «capitales», a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios,
tecnológicos, de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su
proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una
excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia
sobre la llamada hipoteca
social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e
incluso necesario, «que el hombre posea cosas propias»[12],
en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente suyas, sino también como
comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a
los demás»[13].
Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad –y
así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de todas las demás. Es el
desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de
quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión
fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a Jesucristo y ser
auténticamente cristianos. No se trata sólo de personas consagradas que hacen
profesión del voto de pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos
responsables, que creen firmemente que la relación fraterna con el prójimo
constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la economía
6. Las graves crisis financieras y económicas –que tienen
su origen en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la
búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento
de las relaciones interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a
muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la
ganancia más allá de la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II
advertía del «peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el
dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos
esenciales de este dominio suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida
a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces
no directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida
comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los
medios de comunicación social»[14].
El hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás
de otra debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de
desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis actual,
con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo,
una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la
templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a
superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos
unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y
es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre
todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a
medida de la dignidad humana.
La fraternidad extingue la guerra
7. Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y
hermanas han sufrido la experiencia denigrante de la guerra, que constituye una
grave y profunda herida infligida a la fraternidad.
Muchos son los conflictos armados que se producen en medio
de la indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las armas
imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía personal y la de toda la
Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la caridad de Cristo también a las
víctimas inermes de las guerras olvidadas, mediante la oración por la paz, el
servicio a los heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los
refugiados y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para
hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad sufriente y
para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier atropello o violación de
los derechos fundamentales del hombre[15].
Por este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a
cuantos siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy
consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano
contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al encuentro del otro con el
diálogo, el perdón y la reconciliación para reconstruir a su alrededor la
justicia, la confianza y la esperanza. «En esta perspectiva, parece claro que
en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la
deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones
profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las
guerras constituyen el rechazo práctico al compromiso por alcanzar esas grandes
metas económicas y sociales que la comunidad internacional se ha fijado»[16].
Sin embargo, mientras haya una cantidad tan grande de
armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos
pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de
mis Predecesores a la no proliferación de las armas y al desarme de parte de
todos, comenzando por el desarme nuclear y químico. No podemos dejar de
constatar que los acuerdos internacionales y las leyes nacionales, aunque son
necesarias y altamente deseables, no son suficientes por sí solas para proteger
a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se necesita una conversión
de los corazones que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que
preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para todo.