Hoy hablamos mucho de formación o educación de la
niñez y de la juventud, ahora tenemos que preguntarnos ¿quiénes estamos
verdaderamente dispuestos a formar y a dejarse formar? Es clara la necesidad
tan grande que nuestros niños y jóvenes tienen de verdaderos, auténticos,
humildes y sagaces formadores; y esta labor nos corresponde a todos: padres de familia, sacerdotes, maestros, autoridades, ciudadanos... El buen
formador, el buen guía, necesita de una característica muy especial: la humildad.
Para que el formador sepa llevar a cabo su cometido, como instrumento dócil en
manos de Dios, tiene que ser muy humilde. Estimados formadores y guías la
humildad, la sencillez y la dulzura atraen, la aspereza y la cerrazón repelen.
Y para que el formando colabore con su formador y se abra como tierra blanda y
buena, dispuesta a acoger la semilla y a hacerla fructificar, ha de ser
humilde. ¿En qué consiste la actitud humilde que hace fecunda la relación que
se instaura entre formador y formando, entre padre e hijo, entre maestro y
discípulo?
Santa Teresa nos dice con razón que "la humildad
es andar en la verdad". No es humildad creernos o sentirnos más ni menos
de lo que somos. "No eres más porque te alaben, ni menos porque te
vituperen" -dice Kempis-. "Lo que eres a los ojos de Dios, eso eres
fundamentalmente, pues humildad es la actitud por la que uno se reconoce
gustosamente creatura de Dios y se dispone a servirle, amarle, glorificarle y
poseerle en esta vida y en la otra".
En la siguiente historia, vemos con claridad esta
actitud hoy tan ausente en los padres, en los formadores, en los maestros. Hay
que extraer de cada hecho una oportunidad de formación ¿formación para quién?,
¿para el papá o para el hijo? Respondo, para ambos.
El Dr. Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi y fundador del instituto M.K. Gandhi para la Vida Sin Violencia, en su lectura del 9 de junio, en la Universidad de Puerto Rico, compartió la siguiente historia como un ejemplo de la vida sin violencia por parte de los padres:
“Yo tenía 16 años y estaba viviendo con mis padres
en el instituto que mi abuelo había fundado en las afueras, a 18 millas de la
ciudad de Durban, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar.
Estábamos bien al interior del país y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí, siempre nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine. Un día mi padre me pidió que le llevara a la ciudad para asistir a una conferencia que duraba el día entero, y yo aproveché esa oportunidad. Como iba a la ciudad, mi madre me dio una lista de cosas del supermercado que necesitaba, y como iba a pasar todo el día ahí, mi padre me pidió que me hiciera cargo de algunas cosas pendientes, como llevar el auto al taller. Cuando me despedí de mi padre, él me dijo: “nos vemos aquí a las cinco de la tarde y volvemos a la casa juntos”.
Estábamos bien al interior del país y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí, siempre nos entusiasmaba el poder ir a la ciudad a visitar amigos o ir al cine. Un día mi padre me pidió que le llevara a la ciudad para asistir a una conferencia que duraba el día entero, y yo aproveché esa oportunidad. Como iba a la ciudad, mi madre me dio una lista de cosas del supermercado que necesitaba, y como iba a pasar todo el día ahí, mi padre me pidió que me hiciera cargo de algunas cosas pendientes, como llevar el auto al taller. Cuando me despedí de mi padre, él me dijo: “nos vemos aquí a las cinco de la tarde y volvemos a la casa juntos”.
Después de completar muy rápidamente todos los
encargos, me fui hasta el cine más cercano; me concentré tanto en la película,
una película doble de John Wayne, que me olvidé del tiempo. Eran las cinco
y treinta, cuando me acordé. Corrí al taller, conseguí el auto y me apresuré
hasta donde mi padre me estaba esperando. Eran casi las seis de la tarde, él me
preguntó con ansiedad: ¿Por qué llegas tarde?
Me sentía mal por eso y no le podía decir que estaba
viendo una película de John Wayne; entonces le dije que el auto no estaba listo
y tuve que esperar... esto lo dije sin saber que mi padre ya había llamado al
taller. Cuando se dio cuenta que había mentido, me dijo: “Algo no anda bien
en la manera como te he educado, acaso no te he dado la confianza de decirme la
verdad”. Voy a reflexionar qué es lo que hice mal contigo: “voy a caminar las
18 millas a la casa y a pensar sobre esto”.
Así que vestido con su traje y sus zapatos elegantes,
empezó a caminar hasta la casa por caminos que no estaban ni pavimentados ni
alumbrados. No lo podía dejar solo, así que yo manejé cinco horas y media
detrás de él, viendo a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo
había dicho.
Decidí desde entonces que nunca más iba a mentir.
Muchas veces me acuerdo de ese episodio y pienso: “Si me hubiese castigado de
la manera como nosotros castigamos a nuestros hijos ¿hubiese aprendido la
lección? ¡No lo creo! Hubiese sufrido el castigo y hubiese seguido
haciendo lo mismo. Pero esta acción de humildad y auténtico ejemplo fue tan
fuerte, que la tengo grabada en la memoria como si fuera ayer”.
¡Éste es el poder de la verdadera formación y
aprendizaje ante las situaciones que van tocando la puerta de nuestra vida!
Ahora te toca a ti sacar las conclusiones
pertinentes, a ti que eres padre o maestro, a ti que eres hijo o estudiante. La
respuesta, como siempre, está en tu corazón, en tu mente y en tu voluntad, para
que comiences a hacer algo diferente en tu vida y en la de los demás.