"En el corazón de las personas tocadas por la envidia y el celo suceden dos cosas: la amargura y la murmuración como fruto de la amargura" (S.S. Fco.).
Primero, la persona envidiosa, la persona celosa es una persona amarga: no sabe cantar, no sabe reír sinceramente, no sabe qué es la alegría, no sabe qué es el verdadero amor, no sabe ser buen amigo/a, no sabe disfrutar de los detalles de la vida, siempre mira lo "que tiene aquel y yo no tengo".
Segundo, el fruto de la amargura es la murmuración. Las personas tocadas por el celo y la envidia no hacen otra cosa que murmurar, hacer chismerío, hablar mal de todos, sembrar odio, división y enemistades. Estas personas no toleran que el otro tenga algo ni sea alguien ni sea diferente o sea mejor que ellas. La solución es rebajar con el chisme y la murmuración. La solución es ponerle muchos obstáculos, hacerle la vida imposible.
El chisme y la murmuración es el instrumento de los envidiosos, de los celosos, de los amargados, de los que se sienten menos. ¡Estos, y esto, abundan en las familias, en la sociedad, en las iglesias! Las murmuraciones y los celos destruyen a las personas, impiden la felicidad, la fraternidad, destruyen muchas cosas buenas y loables.
Con cierta perplejidad digo que cuantas cosas valiosas... cuantos proyectos, sueños y esperanzas...cuantas amistades sinceras... con la semilla de los celos y la envidia no se han destruido, no han derramado lágrimas, no han suscitado decepciones, frustraciones.
Desterremos los celos y las murmuraciones de nuestros corazones, de nuestras comunidades, del mundo.
¡No más muertes, no más guerras, no más lágrimas por los celos, las envidias, las murmuraciones y los chismeríos! No se entiende a un religioso/a, a Pastores y futuros pastores, a los cristianos/as entrampados en la envidia, en el chisme, en la murmuración y promoviendo estas cosas en los claustros, en los pasillos, en los salones, en las esquinas, en las plazas.
El verdadero discípulo -el verdadero cristiano (seguidor de Cristo)- debe inquietarse, escandalizarse, por el mal que hay en él, no por lo que advierte en los demás (Mt. 7,1-5). El Altísimo nos libre de ser "santurones", de ser ejemplos de vida sin serlo, de creernos los mejores. Que nos ayude a no caer en la tristeza, en la amargura, en las trampas del mal.