Profeta, eres un hombre llamado y enviado, forzado y seducido (Jr 20,7), violentado y violado como muchacha desamparada (Dt 22,25), burlado y despreciado (Dt 22, 24.24), arrebatado y obligado a abandonar tu oficio inicial, tu campo de trabajo (Am 7,15), encontrado y enviado a decir y a hacer lo que te cuesta (Jr 6,6), prohibido a casarte y ordenado a casarte con prostitutas e infieles (Os 1,2) por tu Dios que es tu Yahvé, tu amigo, tu dueño. Pero, quién es tu Dios, con qué Dios te has encontrado, porqué te dejaste encontrar. Tu Dios es un Dios vivo y patético, un sujeto no objeto, “aquel” que sufre, llora, exclama, grita, pena, muerte contigo y con los tuyos, es padre y madre de entrañas vulnerables, sencillo y grandioso a la vez, pero sobre todo es un Dios viviente que da vida y guía a la Historia, a los hombres sin fijarse en sus maldades o bondades. Es aquel sale al encuentro de todos, en cada instante. Su objetivo es encontrarte para contagiarte su amor y dolor por el mundo. Aunque huyas, luches, te resistas, te escondas no podrás porque él te espera en todas partes. Sin darte cuenta gritarás y hablarás diciendo: “Así dice el Señor”, “Escuchen oráculo de Yahvé”, etc. No tendrás otro remedio que anunciar lo que se te confía y denunciar a tu pueblo de sus injusticias e idolatrías. En consecuencia, el profeta y Dios son “dos amigos inseparables” que unen fuerzas y manos para combatir el sufrimiento y desesperanza del pueblo anunciando que un mundo futuro es posible.