“No todo el que cura es médico, ni todo el que pinta, pintor. No todo el que profetiza es profeta” (Orígenes).
Antes de abordar el problema de los verdaderos y falsos profetas, de partida quiero dilucidar que el profetismo es un asunto de nunca acabar, es decir, interminable, inabarcable e inagotable. Muchos estudiosos han agotado y gastado la vida, aun siguen, por descubrir y mostrar el valor y el papel que han jugado los profetas en la historia de la humanidad, principalmente en la historia del pueblo elegido, Israel. Prueba del quehacer asiduo son los testimonios, datos, documentos, informaciones, producciones literarias y teológicas que poseemos como patrimonio sobre el profetismo. El patrimonio no entendido como colección de vestigios antiquísimos caducos sino como tesoros vivos e interpelantes que nos ponen en jaque frente a las realidades de justicia aparente, como instrumentos que nos ayudan construir el hoy y el futuro de la humanidad.
El adjetivo o los calificativos “verdaderos” y “falsos” no encontramos en la Biblia hebrea, simplemente son categorías empleados por los investigadores bíblicos para distinguir y comprender mejor a los profetas de los que aparentan serlo. Es complicado separar los verdaderos de los falsos o viceversa, en cuanto que, coexisten en un mismo contexto sociocultural así como el trigo y la cizaña en el sembrado. Por tanto ¿Qué criterios, instrumentos o principios habría que emplear para no equivocarnos - para hacer juicios sanos- al momento de comparar, distinguir, seleccionar y determinar como verdadero o falso a un profeta? Para calificar, con justicia, a los profetas podríamos servirnos de preguntas como: cuándo un cristiano es hereje, cómo saber si un cristiano es o no hereje. Es más, qué cosa te hace un hereje. Sabe un hereje que es hereje. En nuestro caso, ¿sabe un falso profeta que es falso profeta? Responder sinceramente a estas interrogantes supone reflexión y tener consciencia crítica, realista y sincera. De lo contrario, es pura subjetividad, pura fantasía e ingenuidad, pura demagogia como gusta a muchos.
Hacerse la pregunta, cómo distinguir a los profetas, no es simplemente fruto de la modernidad, sino ha sido formulada desde siempre. Son números los criterios que se ha planteado a lo largo de la historia, pero ninguno de ellos es definitivo y apodíctico. Esto se debe a la variedad de tonalidades, de caracteres, de temperamentos, de estilos, y de personalidades de los profetas. Es más, cada generación creyente ha ido aportando su criterio en una situación concreta y lo ha transmitido a la siguiente. Sin más veamos algunos criterios que pueden ayudarnos a comprender una empresa tan compleja:
J.L. Crenshaw plantea dos criterios: uno aplicado al mensaje (si se cumple, si anuncia promesas, si se recibe en sueños o en éxtasis) y otro aplicado a la persona del profeta (si es cargo público, si su conducta es inmoral o si está convencido de lo que dice). Ambos no sirven, ya que el cumplimiento exige un acto de fe explícito y la conducta inmoral fue criterio de falsa profecía citado por Jesús[1].
Ángel Gonzales propone cinco criterios o categorías: histórico, convergentes, tipológicos, éticos y carismáticos. En el histórico se tiene en cuenta la autenticidad del mensaje profético a luz del cumplimiento; en el convergente, las cualidades personales del profeta, el contenido del anuncio y la fuente del mensaje; en el tipológico, la personalidad del profeta con respecto a sus relaciones socioculturales; en lo teológico, las actitudes del profeta ante la revelación, signo o contenido del mensaje; y finalmente, en el criterio carismático, la acción del Espíritu en la experiencia-vida del profeta.
Jesús de Nazaret, el profeta por excelencia, propone como criterio universal el veredicto de las obras (frutos) cuando dice: “cuidado con los falsos profetas que vienen a vosotros con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis… (Mt. 7,15-20). Jesús mismo, a pesar de sus obras, fue signo de contradicción para las autoridades religiosas y sus propios parientes (Mt 3,21). Solo después de la Resurrección se vio que la Verdad estaba de parte de Jesús (Jn 16,7-11).
A los criterios mencionados, también podemos añadir como criterios de discernimiento el veredicto del tiempo, de la comunidad y de las obras. El tiempo es el juez supremo que da y quita razones; es decir, el que acredita o reprueba al profeta. Como sabemos los profetas, de ayer, hoy y mañana, mientras viven están sometidos a debates y discusiones, simplemente por adelantarse a su tiempo y coetáneos. Otro de los que “juzga” al profeta como verdadero o falso es la comunidad de creyentes o el pueblo, quien reconoce a algunos profetas como auténticos por su impacto e influencia que tuvieron en la vida y destino del pueblo y por ello también catalogan sus escritos en los libros canónicos. Finalmente, el veredicto de las obras o los frutos. Las obras del profeta ratifican la veracidad del mensaje, el proyecto o plan de Dios para con los hombres. Aquí cabe citar las palabras de Jesús: “si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí” (Jn. 1037-38). Las obras reciben una cualificación trascendental, si evidencian el plan de Dios.
Siendo conscientes, al final de todo, quien realmente acredita o desacredita al profeta como su mensajero o portavoz es el mismo Dios, ya que Él es quien los elige para guiar a los hombres, para conducir la historia de Salvación.
Determinado los criterios de discernimiento, cabe enumerar las características y los riesgos de los profetas para finalmente establecer las diferencias entre los verdaderos y falsos profetas. Las características básicas de un profeta, según algunos estudiosos, es el testimonio, el mensaje cristocentrico, la sabiduría, la exactitud profética y señales de poder divino; mientras para otros, quizás lo común y la más aceptada, es la profunda experiencia de Dios, la sensibilidad frente las injusticias socioculturales, destructores de falsas ideas e imágenes de Dios, defensor de los intereses de Dios, el sentido crítico y realismo. Los riesgos/tentaciones a lo que el profeta está expuesto, según E. Jacob, son la presión del poder en la figura del rey o el sacerdote, la tradición inmovilista que lleva a desatender la vox Dei, dar gusto a la masa para adquirir prestigio, y el deseo de triunfar o la ambición de poder[2].
Los profetas, en la Biblia, no son solamente inspirados, portavoces, vigías sino también elegidos por Yahve. Son hombres y mujeres inspirados por Dios para ver la realidad con sus (de El) ojos y dotados de un deseo de transformarla en una línea más acorde con su plan salvador. Es decir, son aquellos que “desvelan” la realidad en su propio y personal lenguaje, y ofrecen una visión de la misma desde los ojos de Dios. Concretamente, el profeta es un ser vivo, un poeta, una persona de su tiempo y de su Dios, que anuncia no sus propias palabras sino la que el espíritu de Dios le sople o le inspire.
Con estas aclaraciones, distingamos al profeta verdadero del falso. Los verdaderos profetas son “profetas de la desgracia, de las destrucciones, de las calamidades”; mientras los falsos, “profetas de la tranquilidad, de la paz, de todo va bien, de aquí no pasa nada”. Los verdaderos cuestionan no solo la Palabra de Dios sino también las estructuras religiosas, sociales y culturales que impiden la realización plena del ser humano; por el contrario, los falsos se ajustan a las estructuras del momento acríticamente, sin ninguna dificultad, no les importa la situación del pueblo, sino sus intereses personales. Además, los falsos profetas desempeñan su oficio en la corte, junto al rey; mientras los verdaderos cumplen su oficio, de mensajeros de Dios, desde la periferia, y si son de la corte no se dejan contaminar por los intereses del rey y la institución. Saben que por encima de la Institución y de la monarquía está la observancia y el cumplimiento de la Alianza, la fidelidad a Yahve, el destino de todo el pueblo y no de unos cuantos. Del mismo modo, los verdaderos profetas anuncian la Palabra de Dios fundadas en la historia, en la realidad, en los hechos y acontecimientos; mientras los falsos anuncian solo lo que contemplaron en los sueños o que sintieron en éxtasis. Se podría decir además que los falsos profetas pronuncian las palabras que agrada a la gente o aquellas palabras que su auditorio quiere escuchar; mientras los verdaderos pronuncian palabras insoportables y aterradoras, palabras que desestabilizan y mueven la conciencia, con el fin de suscitar la conversión, la transformación, el cambio. Es más, los verdaderos profetas denuncian la utilización de la religión como instrumento para alcanzar el poder, el prestigio, la fama y el dinero; mientras los falsos callan, se hacen que no miran, todo ello para salvaguardar sus seguridades.
Por ello, los PROFETAS, ayer como hoy, no son bien vistos por las instituciones y las religiones que ponen acento en el orden, la disciplina, la conservación de la unidad y la uniformidad de la doctrina y moral. Son mirados con desconfianza, desdeño y con temor por la novedad que anuncian, por el sentido de apertura, de dialogo, de cambio y renovación que exigen, por cuestionar los valores y los dioses que enseñorean sobre la sociedad, la cultura y las personas.
En consecuencia, ser profeta no es fácil, pero es un servicio sincero y honesto a Dios y a la humanidad. No querer ser profetas, hoy, es ser instrumentos de mediocridad y corrupción, es negarse a ser auténticos y originales, es ir contra lo que creemos y contra el Evangelio. Para finalizar, quiero preguntarme y preguntar a los lectores, si somos profetas ¿profetas de quien somos? y si no somos, ¿profetas de quien no quisiéramos ser? Nuestra realidad, marcada por la corrupción, la demagogia , la diplomacia, la violencia, el egoísmo - a todo nivel - nos exige ser profetas, profetas de verdad, profetas auténticos, creativos y comprometidos, ya que del otro bando – falsos profetas - abundan.