Entonces los justos le preguntaran: Señor ¿cuándo te servimos...? Cuando lo hicieron con uno de mis hermanos más pequeños... (Mt. 25, 30-46)
Muchas veces se siente el peso del servicio realizado, la fatiga, el cansancio, porque el auténtico servicio implica por entero al que lo realiza, le exige por entero... y eso cansa, tensiona, fatiga. Sin embargo, por el tipo de cansancio también podemos descubrir la autenticidad o no del propio servicio realizado. Porque hay un cansancio que es amargura, y hay un cansancio que es felicidad.
Cuando me acerco al otro en una actitud de servicio, me encuentro no con un objeto pasivo que necesita de mí, sino que me encuentro ante una persona con sus propios intereses, sus proyectos, su ritmo. Eso cansa. Cuánto más sencillo sería si el otro se adaptase a mí. Tengo tan claro lo que él necesita, que solo haría falta que siguiera mis instrucciones. Pero no es así. Pretender eso sería deformar al otro según mi proyecto, sería querer hacerlo a mi «imagen» en lugar de ayudado a crecer desarrollándose en su originalidad única. Por eso no sería servicio, sino dominación. Pero cansan tanto sus aparentes contradicciones, sus marchas y contramarchas, sus proyectos para mí descabellados. ¡Cansa tanto aceptar sus ritmos, tener paciencia, seguirlo por su propio camino en lugar de llevarlo por el mío!
A ese cansancio que surge de la tensión por el verdadero respeto a los demás, se le suma otro: el cansancio que nace de la aparente inutilidad del propio esfuerzo. ¡Tantas horas, tanta esperanza, tanto cariño puestos al servicio de los demás, y los resultados no se ven! Uno muerde el freno de la frustración, de la inutilidad de todo lo realizado. Los otros, la realidad, la sociedad, no parecen cambian.No parecen darse cuenta de todo lo que uno apuesta a ellos, no parecen crecer, ni siquiera parecen quererlo. A pesar de todas las carencias materiales y/o espirituales que tienen, parecerían estar cómodos así. No despiertan, no reaccionan, no perciben siquiera nuestro propio testimonio; incluso, a veces, parece fastidiarlos. Es la experiencia del sembrador que tras una paciente y sufrida labor de cuidado de la tierra no ve brotar siquiera un tallito de lo sembrado, sino únicamente suyos.
Las vueltas de la vida son complejas y difíciles para quien opta por vivir el amor en el servicio a los demás. No le faltaran pruebas y tentaciones, porque el camino del amor es una rosa con muchas espinas. A quien asume los anteriores cansancios, otros se le agregarán, como lo es el desagradecimiento.Uno ha entregado lo mejor de sí, ha tenido paciencia ha luchado contra la desesperanza propia y ajena; ha visto como el otro crecía en parte gracias al aporte que uno le ha hecho... y como recompensa recibe el no-reconocimiento, el desagradecimiento, y tal vez incluso, el rechazo. Aquí termina el romanticismo del servicio. ¡Cuánto daría uno por un simple «gracias»!Pero nada. Como hubiera sido en una transfusión de sangre directa, uno ha entregado su propia vida por la vida del otro... y el otro le retribuye con el desplante. Se siente la bronca, y el cansancio nos inunda. Hemos ayudado a crecer, y ahora que no nos necesitan, nos olvidan, nos abandonan. Sin nuestro apoyo tal vez no hubiera podido salir adelante, y ahora el otro cree y se ufana de haberlo hecho solo.
Uno se siente víctima de la injusticia. Realizo su servicio no buscando el reconocimiento y la alabanza, pero ahora uno siente que ha sido utilizado, ya que ha estado en las duras y ha sido olvidado en las maduras.
A esos tres cansancios se suma el que nace de uno mismo. La vejez, la enfermedad, el agotamiento; los propios límites personales en inteligencia, en capacidad de comunicación, en fuerza física y síquica; son otros duros escollos que se interponen en nuestro camino de servicio. No son menores: uno quiere entregarse y choca con uno mismo, uno quiere ser útil a los demás y no encuentra en sí los medios, uno tiene su propio ideal de servicio pero no llega.
Y no me refiero aquí a la realidad de pecado, de egoísmo, de comodidad... que también son parte de cada uno de nosotros. Hablo solo de los propios límites que objetivamente tenemos. Fastidia, cansa, agobia chocar contra las paredes de esta habitación que soy yo. ¡Cómo quisiera albergar más gente, alegrar más corazones, apoyar más crecimientos! En cierta forma incluso, cada vez puedo menos. Mi corazón es más grande que yo mismo, él crece y mis fuerzas disminuyen. Esto también supone una forma de cansancio muy real, muy directa. El cansancio es inevitable en quien asume el servicio como estilo de vida. Será compañero de camino toda su vida. Sin embargo este cansancio puede ser amargo o puede ser alegre. No se trata de simple optimismo y esperanza de futuro, por más que sean esenciales, se trata de otra cosa.
Hay una forma de encarar el servicio, de modo muy sincero y altruista, que consiste en considerar al otro (especialmente al que más me necesita, al más pobre, a mi «prójimo») como digno de la mayor atención, y por tanto, digno de mi servicio. Es más, se trata de llegar a considerar al otro como más importante que yo mismo, y por tanto, merecedor de serle dedicado mi tiempo, mi esfuerzo, mi cariño, mi vida. Esto es verdadero servicio, y solo así podrá ser un servicio liberador.
Es verdad también que en todo esto necesito la fuerza de voluntad para poder contrarrestar las tendencias internas y estructurales que me impulsan a la indiferencia y a la pasividad, y al encerrarme en mí mismo. Sin embargo, el problema aparece cuando asumo el servicio de manera voluntarista, como una obligación ética que me exige sacrificarme por los que me necesitan. Es un problema, porque la mera fuerza de voluntad tiene sus límites, se va agotando, le pesa el cansancio, y siente la tentación de buscar un acomodo.
En esa situación de agotamiento de la propia fuerza de voluntad es que saltan cuestionamientos que vienen desde lo más profundo de uno mismo. ¡Se me terminó la paciencia y no banco más! ¿Por qué tengo que respetar el ritmo de los demás, sino respetan el mío? ¿Para qué tanto trabajar si no hay respuesta, si no se ven los frutos? ¡El esfuerzo que hago es desproporcionado! ¡Me usan! ¡Quiero ser servicial y se aprovechan! ¡Lo justo sería que yo trabaje lo mismo que los demás! Me voy haciendo viejo, soy menos romántico y menos ingenuo, ¿no me habré equivocado de camino'? ¿No será mejor ser más «normal», como «todo el mundo», y pensar más en mí mismo? El servicio así vivido es un esfuerzo constante, un sacrificio, una negación de sí mismo. Es en función de los demás, cierto, pero no deja de ser una negación de sí mismo. Por eso agota. Y una vez terminado el entusiasmo inicial, el cansancio lleva a una amargura frustrante. El servicio que se apoya fundamentalmente en un «deber», por verdadero que éste sea, se apoya en las propias fuerzas, y a la larga es un servicio que aniquila al servidor.
Un servicio que se vive únicamente como un «dar» y un «darse», frustra. Pero hay otra forma de vivir el servicio. Nace del mismo Evangelio y por eso es impulsada por el Espíritu Santo.Cuando Jesús, en su última cena, quiere dejarles su «testamento» a sus discípulos, realiza el lavado de pies como signo de la actitud evangélica que debe guiar la relación con el prójimo: el servicio. Y añade; "mi mandamiento es este: que se amen unos a otros como yo los amo a ustedes" (Jn 15,12), El servicio se constituye así en el termómetro del verdadero amor. El servicio a los demás hasta la entrega de la propia vida, es un mandato inapelable de Jesús, es el criterio del Juicio, es el elemento central de discernimiento del actuar del verdadero discípulo de Cristo.Sin embargo, Jesús acababa de decir: "todo esto se los digo para que participen de mi alegría y sean plenamente felices” (Jn 15,11). Y esa es la clave del llamado que Jesús nos hace a cada uno de nosotros para seguirlo: que alcancemos la plena felicidad.
Un servicio que se vive únicamente como un «dar» y un «darse», frustra. Pero hay otra forma de vivir el servicio. Nace del mismo Evangelio y por eso es impulsada por el Espíritu Santo.Cuando Jesús, en su última cena, quiere dejarles su «testamento» a sus discípulos, realiza el lavado de pies como signo de la actitud evangélica que debe guiar la relación con el prójimo: el servicio. Y añade; "mi mandamiento es este: que se amen unos a otros como yo los amo a ustedes" (Jn 15,12), El servicio se constituye así en el termómetro del verdadero amor. El servicio a los demás hasta la entrega de la propia vida, es un mandato inapelable de Jesús, es el criterio del Juicio, es el elemento central de discernimiento del actuar del verdadero discípulo de Cristo.Sin embargo, Jesús acababa de decir: "todo esto se los digo para que participen de mi alegría y sean plenamente felices” (Jn 15,11). Y esa es la clave del llamado que Jesús nos hace a cada uno de nosotros para seguirlo: que alcancemos la plena felicidad.
El mandato del servicio y la entrega personal hasta dar la vida, es muy claro y terminante. Sin embargo no surge por la necesidad de «cumplir» con una obligación ética, ni por obedecer la arbitraria voluntad de alguien superior, sino que se trata de seguir el camino de la felicidad. Dios no nos quiere como «servidores» ("ya no los llamo servidores" sino amigos" - Jn 15,15), no nos llama en primer lugar para que «hagamos cosas buenas», ni para que «construyamos su reino», ni para que «instauremos la justicia», sino que nos llama a ser felices. Lo único, absolutamente lo único que quiere Dios, es nuestra propia felicidad y por eso nos da lo mejor que tiene: su amor compañero: el Espíritu; y su camino: el servicio al prójimo. “Igual se siente el cansancio". Cierto, pero no amarga. Porque lo primero que busco en el servicio no son los resultados sino el servicio mismo. El servicio deja de ser un sacrificio, una negación de mi mismo en favor del otro. Por el contrario, el servicio se convierte en una alegría, en un encontrarme conmigo mismo, en un descubrir fuerzas, carismas y potencias que yo mismo desconocía en mi. Servir no es tanto «dar la vida» como el «encontrarla» (cfr. Lc 9,23-26).
Sirvo por amor al otro, y solo así es verdadero servicio, pero en primer lugar sirvo por amor a mí mismo. Lo impactante es que en el auténtico servicio ambos amores no se oponen, porque el amor a mí mismo no es egoísta, sino que es verdadero, y por tanto, generoso. No utilizo al otro, porque realmente el otro me interesa y a él le brindo mi vida, pero paradojalmente con que más le entrego de mí, más me encuentro a mí mismo. Por eso, al servir no busco resultados (aunque no dejen de interesarme mucho), no persigo reconocimientos (aunque también me gratifiquen), no me aplasto por mis crecientes limitaciones (aunque me cuesten asumirlas), sino que busco servir porque en el mismo hecho de servir soy feliz. Ya no comparo esfuerzos, porque he descubierto que el que menos se esfuerza, incluso el que se pretende «vivo» al garronearme, ni se da cuenta de lo que se está perdiendo nada menos que la posibilidad de vivir feliz.
Obviamente no se trata de la felicidad y de la paz manifiestas y patentes que inicialmente uno busca, sino que se trata de esa alegría serena y profunda que es capaz de vivirse incluso en la cruz. No es alegría por «haber hecho lo que debía», sino alegría por «haber sido yo mismo», por «haber vivido de verdad», porque vivir de verdad es servir. Esa es Buena Noticia para los hombres, es Evangelio, porque Dios mismo es feliz amando, y ama sirviendo. Así como el servicio concreto es el termómetro del amor auténtico, de igual modo la Alegría es el termómetro del verdadero servicio.