El celibato obligatorio
“no es un dogma de fe y puede ser discutido porque es una tradicióneclesiástica, dice el recién nombrado Secretario de Estado del Vaticano, Pietro
Parolin.
Sobre el celibato, hace buen tiempo escucho variados
comentarios, posturas, opiniones, interpretaciones, etc. provenientes de muchos
sectores socioculturales y religiosos. Algunos bien fundamentados acompañados
de espíritu conciliador y clarificador, otros divagan sólo en la ingenuidad
generando confusión, rechazo e indiferencia. Asimismo, para otros simplemente
no tiene sentido hablar ni discutir, ya que se trata de un asunto irrelevante,
antiguado y retrógrado para nuestro tiempo.
Todo esto me ha inspirado, por una parte, a revisar, investigar y profundizar el
tema y, por otra, a pensar y a reflexionar antes de señalar y argumentar,
procurando alejarme un poco del común de los brillantes comentadores.
Al escribir sobre el celibato, soy consciente que es
una empresa compleja y complicada, de nunca acabar, de mucha polémica y
divergencias y confrontaciones. Muchos, católicos y no católicos, creyentes y
no creyentes, han escrito sobre tema desde distintas perspectivas y
concepciones: algunos están a favor y otros en contra; unos hablan positivamente y otros negativamente; otros simplemente callan, quizás porque lo
consideran algo arcaico y de poca importancia para vivir la fe y el seguimiento
a Cristo.
Pero no olvidemos que en la actualidad, siglo XXI,
muchos jóvenes, varones y mujeres, deciden vivir el celibato, libre y
voluntariamente, incluso con convicción y coherencia. Aunque no faltan de
los/las que viven y practican el celibato/virginidad/castidad por obligación,
porque está mandado en la regla o los estatutos[1]
de una determinada institución eclesial. Esto sí es un peligro y un atentado
contra el celibato bien entendido y estimado por Dios y por la Iglesia
Católica.
No pretendo mostrar completamente, como los peritos
de la materia (doctores/licenciados en derecho canónico u otras ramas del saber),
la “ley del celibato” que se observa en la Iglesia Católica, sino algunos hitos
fundamentales para comprender la normativa del Código, para estimarlo como un don divino y tesoro de
la Iglesia, y para evitar dictámenes extravagantes que suelen hacer algunos
“ingenuos” sobre el celibato, quizás llevados por la ignorancia o por falta de
convicción o por la falta de prudencia. Igualmente sé que, al leer este escrito,
muchos no estarán de acuerdo conmigo ni con mi esfuerzo ni con la manera como presento
el tema. No faltaran aquellos que traten de relativizar mi labor, diciendo:
“esto es una manera de entender entre muchos otros”, “hay otras modos de
entender y explicar”, “es un trabajo de un novel”, “es pura teoría”, “es puro “chamullo”[2]
de un bisoño que quiere comprender algo, etc.
Espero que esta reflexión sea de gran ayuda al público, a los jóvenes
que optan por una vida célibe, a los estudiantes que aspiran al sacerdocio; a
los sacerdotes hechos “eunucos por el Reino de Dios, a los religiosos y
religiosas que quieren vivir con coherencia, convicción y pasión, el
celibato/virginidad/castidad, y sobre todo, a todos los hombres que, muchas
veces, sin entender exigen/claman a gritos, incluso de entre la jerarquía
eclesiástica, la eliminación y supresión de la “ley del celibato”. Además,
ojalá que ayude a considerar y a tener el “Celibato”
como don, gracia y regalo que Dios concede a la comunidad eclesial en personas
concretas, más no una obligación, una norma establecida en los documentos de la
Iglesia, principalmente en el Código del Derecho Canónico (c. 277).
1.
Los porqué sobre el celibato
El tema del celibato, reitero nuevamente, es muy
confuso e incompresible entre algunos miembros de la Iglesia Católica,
principalmente entre los jóvenes estudiantes del nivel secundario y
universitario, entre los jóvenes que se preparan en el Seminario o Institutos
religiosos para ser futuros pastores de la Iglesia, incluso entre los mismos
sacerdotes. Pero todo ello ¿a qué se debe?, ¿por qué? Quizá porque, en primer
lugar, algunos estudiosos o investigadores han tergiversado el celibato con
afirmaciones no tan positivas; en segundo lugar, el anti-testimonio de algunos
miembros de la jerarquía eclesiástica;
en tercer lugar, las maquinaciones de la prensa libre y los enemigos de
la Iglesia, etc. A continuación hago mención de algunos motivos o referencias
reduccionistas sobre el celibato:
1.
El
celibato se ha restringido a la vida de los presbíteros de la Iglesia católica,
cuando en realidad el celibato es una práctica común en muchos ambientes
socio-culturales. Por ende, no debe ser definido por el aspecto privativo que
connota, sino por el aspecto positivo que otorga el sentido.
2.
El
celibato, con mucha frecuencia, se ha comprendido y definido en términos
negativos, como la mera ausencia de la vida sexual (genital) o la renuncia al
compromiso matrimonial.
3.
El
celibato se ha presentado y comprendido reiteradamente en términos de
comparación con la vida matrimonial, ya sea para otorgarle un puesto de
preeminencia o para descalificarlo ya de partida.
4.
El
celibato, a veces, se ha considerado y presentado en términos pretendidamente
alternativos de don y carisma o de
opción y/u obligación. A mi modo de ver ninguna de tales reducciones acierta a
transmitir una idea adecuada de tan compleja realidad.
Igualmente, el celibato es criticado por su valor
como ideal para la vida del sacerdote como por ser una ley impuesta por la
Iglesia.
1.
El
celibato es criticado su valor como ideal, en nombre del principio de
secularización. La concepción secular sostiene que el celibato aleja a los
sacerdotes de los hombres hacia los cuales están enviados, hace difícil la
comprensión de los problemas de los hogares cristianos y corre el riesgo de
encerrar la vida “sacerdotal” en la frialdad y austeridad. Igualmente la
crítica se ha apoyado sobre las exigencias de realización de la persona y sobre
la debida estima de la vida matrimonial y la sexualidad. Inclusive algunos
sustentan que el origen del celibato sacerdotal se debe a la falta de aprecio
hacia la vida conyugal, al desprecio de la mujer, y todo lo concerniente a la
carne.
2.
La
“ley del celibato” (c.277) es acusado también desde diversos puntos de vista:
a) en nombre del Evangelio, en el que Jesús había llamado a hombres casados y
no había dictado precepto que ligase sacerdocio y celibato; b) en nombre de la
libertad; dado que el carisma del celibato no estaría implicado en el de la
vocación sacerdotal; c) en nombre de una reacción contra la asimilación del
estado de vida de los sacerdotes al de los religiosos.
3.
Otros
motivos prácticos son: a) la falta de sacerdotes, b) la disminución del número
de vocaciones, c) el número de infidelidades de sacerdotes, y d) los abandonos
por parte de los sacerdotes y seminaristas de las parroquias y de los centros
de estudios. Estos motivos infundados sin ir demasiado lejos podemos dejar
zanjado una vez: es inconsistente que la faltad y la disminución de sacerdote
se deba a la ley del celibato, cuando la ausencia de vocaciones es verificable
entre los protestantes que tienen pastores casados.
Por otra parte, otro de los motivos del “porqué
sobre el celibato” es la obligatoriedad de la observancia del celibato a los
clérigos y a los seminaristas, fijada en el canon 277 y 1037 del Código del
Derecho Canónico de 1983. Los cánones declaran que:
“Los clérigos están obligados a observar una continencia
perfecta y perpetua por el Reino de los Cielos y, por tanto, quedan sujetos a
guardar el celibato”[3].
(c. 277)
“El candidato al diaconado permanente que no
está casado y el candidato al presbiterado no deben ser admitidos antes de que
hayan asumido públicamente, ante Dios y la iglesia, la obligación del celibato,
según la ceremonia prescrita…”[4].
(c. 1037)
Igualmente comprobar la tesis de mis mentores: “detrás de cada canon del código del Derecho
Canónico hay una gran historia oculta”[5].
Pero no se trata de una historia cualquiera, sino del cristianismo, es decir,
de la Iglesia Católica durante los dos mil años de trayectoria y pervivencia
histórica en el mundo.
Al abordar el tema, es necesario tener en cuenta que
las constantes preguntas que suelen formularse sobre el celibato más se
refieren al campo del problema que al del misterio. Por ello, considero normal
preguntarse por los inicios y desarrollo de la ley del celibato así como por la
percepción personal del carisma del celibato y su vivencia en el seno de la
comunidad eclesial.
2.
Definiciones etimológicas sobre el celibato.
El vocablo celibato
proviene del latín “caelebs/caelibis”,
que significa la abstención del uso de la genitalidad sexual. A su vez la palabra
latina deriva del griego Koité que
significa lecho nupcial y leipo dejar,
abandonar. Esto quiere decir que el célibe abandona el lecho nupcial, es decir,
renuncia a la práctica de la genitalidad y de la íntima afectividad con la
persona de otro sexo. ¡Atención! No se ha de confundir la palabra coito con la
palabra griega Koité o la palabra koitos, que significan ambos lecho nupcial y de las cuales deriva celibato. El coito es la unión de dos
cosas, la relación genital del varón con la mujer; mientras caelibatus, se refiere al estado de
aquellos que no se casan o que no tienen una pareja sexual.
El celibato, célibat
o garcon/fille[6], en la Iglesia católica es el hecho de “no
estar casado y el compromiso de no casarse”, es la condición de la persona que
no ha contraído matrimonio, pero en ningún momento es desprecio, rechazo, miedo
y huida de la vida matrimonial.
En consecuencia, con la palabra celibato designamos al estado voluntario de la persona humana con
relación a su sexualidad. La opción voluntaria, libre, responsables y por
serias y profundas motivaciones por la que una persona renuncia al uso legítimo
de la sexualidad, principalmente en su aspecto genital y de afectividad
profunda de pareja. Esta opción libre debe ser renovada constantemente por la
persona, pero nunca negada u ocultada. El ocultarla es imposible y es ir contra
la naturaleza del hombre.
3.
El celibato en culturas no cristianas
El celibato católico tiene sus raíces paganas. Los
últimos estudios revelan que las opciones celibatarias de pureza eran muy
practicadas en muchas culturas y religiones anteriores al cristianismo:
Hinduismo, Budismo, etc. Por ejemplo, “en el Hinduismo sobresalen los ascetas y
anacoretas, quienes dejan el mundo material para dedicarse íntimamente a la
contemplación; mientras en el Budismo los monjes buscan el desapego del mundo
como método de la realización plena”[7].
Igualmente los sabios griegos, Sócrates y Platón, consideraban “el celibato
como un elemento primordial para quienes se dedican verdaderamente al conocimiento”[8].
Por el contrario, en la religión judía (judaísmo)
“el celibato/virginidad era visto como una maldición/castigo divino”[9].
Esto ratifican las mujeres de la Biblia como Jefté, Sara (esposa de Abrahán),
Raquel, Isabel (esposa del sacerdote Zacarías), quienes reclaman a sus maridos
una descendencia con afirmaciones como “Dios me ha impedido tener hijos”,
“dadme hijos o si no me muero” (Gn. 30,1), etc. En consecuencia, el celibato,
en algunas culturas de la antigüedad, era una realidad habitual. Incluso se
llegó a la práctica de castraciones a costa de ser servidores y mediadores
puros y santos entre los hombres y los dioses o las diosas. Ejemplo de estas
castraciones con sentido religioso encontramos en Babilonia, Líbano, Fenicia,
Chipre, Siria, en el culto a artemisa en Éfeso, en el culto a Osiris en Egipto,
que se difundió ampliamente por Oriente y occidente. Ya por los siglos V y I
a.C, se tiene indicios de guardar algunos preceptos relacionados con lo
sagrado. Tal es el caso del, por citar algunos, orador griego Demóstenes (+ 322
a.C), quien declaraba que “los que entran al templo o tocar objetos sagrados
debían “guardarse durante unos determinados días la continencia”. Igualmente,
Albio Tibulo (+ hacia el 17 a.C) exhortaba a los implicados con el culto: “yo
os mando que se mantenga lejos del altar, los que en la noche anterior hayan
gozado de los placeres del amor” (Eleg. II, 11).
4.
El desarrollo histórico del celibato
En la evolución histórica de la legislación
celibataria, en la Iglesia Católica, jugaron un papel importante las
declaraciones y concepciones religiosas de los Sínodos, de los Concilios, de
los Padres de la Iglesia, la jerarquía eclesiástica: Papas, Obispos, diáconos,
etc. Igualmente las posturas doctrinales, los intereses pastorales y las
celebraciones litúrgicas.
El celibato, entre los primeros seguidores de Jesús,no era una exigencia legal. Los Apóstoles escogidos/llamados por Cristo en su
gran mayoría eran hombres casados. Un ejemplo contundente es el caso del
apóstol Pedro (primer papa), quien siendo casado es elegido por Jesús como
líder y guía de los doce y los discípulos (Mt. 16, 13-20). Igualmente en la
comunidad primitiva, muchos hombres y mujeres casados ocupaban cargos y
servicios de diaconado, presbiterado, etc. Poco a poco, con la formación y
selección-elección de ministros, se van obligando a vivir una vida de
continencia. De esta forma, los casados que eran admitidos a los ministerios de
diaconado, presbiterado y episcopado, fueron desplazados y quitados del servicio
ministerial sagrado.
Uno de los momentos decisivos, para la
obligatoriedad del celibato, será las prescripciones del Sínodo de Elvira
(300-306): “los obispos, sacerdotes,
diáconos y todos los clérigos están obligados, por su servicio al altar, a abstenerse
de relaciones sexuales” (can 33)[10].
El no atenerse a tal mandato suponía la exclusión del estado clerical como
revela el decreto 43: “todo sacerdote que
duerma con su esposa la noche antes de dar misa perderá su trabajo”. Pero aquí todavía no se habla del celibato en
sentido propio, como se entiende en la actualidad, aunque fue el primer paso
para una larga historia de reprensión. Igualmente el concilio ecuménico de
Nicea (325), declaraba que “una vez
consagrados, los sacerdotes no pueden contraer matrimonio”. Mientras el
concilio de Laodicea (325) afirma que “las
mujeres no deben ser ordenadas”. Aunque había declaración e intentos de
reprimir las relaciones conyugales de los sacerdotes, no faltaron los sínodos
como el de Granga (340/41) que salió en defensa de los sacerdotes casados e
hizo frente a quienes no querían asistir a la misa celebrada por ellos. Es
decir que las pretensiones de Elvira como de Nicea y de Laodicea no fueron asumidos por todos. Cuenta, por
ejemplo, el historiador Sócrates (+ hacia el año 450), que el Obispo egipcio
Pafnucio, célibe y de gran ascendencia, se levantó y dijo que “no había que imponer a los sacerdotes un
yugo tan grande, puesto que el matrimonio era una cosa digna”.
Siguiendo, el sínodo de Orleans (538) declaraba que
“los obispos y los diáconos debían tener habitaciones y camas separados de sus
esposas para evitar sospechas de relaciones carnales” (can 17); mientras el de
Clermont (535) afirma que “quien va ser ordenado diácono o sacerdote no debe
mantener relaciones maritales” (can 12). También el sínodo de Tours (567) emite
una norma para los obispos con los siguientes preceptos: “los obispos deben
estar rodeados de clérigos y acompañado en sus viajes permanentemente por un
clérigo, su habitación debe estar separado de su esposa,…” (can.12). El sínodo
de Toledo (633), presidido por Isidoro de Sevilla, declara: “ya que los eclesiásticos han causado
escándalos entre los laicos deben tener en sus habitaciones testigos para
eliminar futuras sospechas” (can.22). Todo esto hace suponer que los
obispos, sacerdotes y diáconos, pese a los mandatos en los sínodos y concilios,
seguían con su vida frívola.
Equivalentemente, entre los Padres de la Iglesia,
san Cirilo de Jerusalén (+386) decía que “un buen sacerdotes debe abstenerse de
las mujeres”[11];
san Ambrosio, “los que rezan (sacerdotes), por los demás son impuros de
espíritu y cuerpo”[12].
San Agustín, hacia el siglo IV, además de declarar que “nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las
caricias de una mujer” manda construir un “monasterio de clérigos”, allí
condujo a todos los que fueran a ordenarse sacerdotes bajo vigilancia suyo.
Respecto al celibato fue decisiva también la postura
del papa León I, el Magno (+461), quien declaró la continencia marital tanto
para obispos y subdiáconos: “la ley de la
continencia es para los servidores del altar. Quienes tienen esposas deben
comportarse como si no tuvieran” (carta 14, cap. 4). Igualmente Gregorio I,
el Grande (604) en carta dirigida al Obispo León de Catania, decía: “los sacerdotes desde el día de su
ordenación/consagración deben respetar a sus esposas y tenerlos como a un
enemigo” (Dial. IV,11). Como es de notar, los argumentos sinodales como
papales muestran el deseo de vivir y practicar el celibato, de obligar, pero
las circunstancias del momento impiden el cumplimiento cabal de los dictámenes
eclesiales.
Uno de las decisiones más tajantes, respecto a la
observancia del celibato, se da con el papa León IX. Conocida en la historia de
la Iglesia como la Reforma Gregoriana. El papa León IX ordenó, en un sínodo
celebrado en Roma, que “las mujeres de
los sacerdotes pasaran a servir, como esclavas en el palacio del Laterano”.
Su legado, el cardenal Umberto, quien favoreció la ruptura definitiva con la
Iglesia de Oriente, afirmaba que “los jóvenes esposos, exhausto por el placer
sexual, se ponen a servir en el altar,
luego inmediatamente con sus manos santificadas por el cuerpo de Cristo vuelven
a abrazar a sus mujeres. Esto es no es distintivo de una fe verdadera, sino el
invento de Satanás”[13].
Otro paladín de la reforma gregoriana es Pedro Daminano (+ 1072), predicador
cuaresmal y adversario de mujeres. Él decía: “si Cristo ha nacido de una
virgen, es necesario que sean también almas vírgenes las que le sirvan en la
celebración eucarística; solo manos vírgenes pueden tocar el cuerpo del Señor”[14].
Otro de los insobornables defensores del celibato fue Gregorio VII (+1073). Él,
haciendo caso de las leyes eclesiásticas de la época, sostenía que el sacerdote
después de ordenado podía casarse, pero no podía ejercer el ministerio
sacerdotal. Con ello, el papa quería hacerles vivir, a la fuerza, a los
sacerdotes como ángeles, pero éstos no tardaron en renunciar al sacerdocio que
al matrimonio y tachar al papa de hereje, mentecato y contrario con la doctrina
de los Padres.
Otro de los que siguió al Papa en su postura fue el
arzobispo Sigfredo de Maguncia, quien animó a sus obispos a elegir
voluntariamente: matrimonio o sacerdocio, pero no ambos. Las protestas y
represalias no tardaron. El obispo Otto de Constanza hizo todo lo contrario al
mandato del arzobispo y del Papa: no solo permitió a los sacerdotes casados a
permanecer en su vida matrimonial, sino autorizó también a casarse a los
sacerdotes que no estaban casados. El sucesor de Gregorio VII, el papa Urbano
decretó en el sínodo de Melfi (1089), si un diacono no se separa de su mujer
“el príncipe podía tomarla como esclava” (Decreto
Gratiani, pars II, dist. XXXII, c.10). Asimismo el arzobispo Manasse II de
Rems autorizó al conde de Flandes para metiera preso a las mujeres de los
clérigos. Igualmente, en el sínodo de Londres (1108) Anselmo de Caterbury, con
el fin de implantar el celibato, establecía que las mujeres de los sacerdotes
pasasen a ser propiedad del Obispo (can. 10). Se nota que en esta época ronda
por la cabeza de las autoridades eclesiásticas la convicción de que el
matrimonio de los sacerdotes es inválido.
Por ejemplo, el papa Inocencio II (+1143) se expresa el sínodo de
Clermont (1130): “toda vez que los sacerdotes deben ser templo de Dios,
recipiente del Señor y santuario del Espíritu santo…, va contra su dignidad
yacer en el lecho matrimonial y vivir en la impunidad” (Mansi, sacr. Conc.
Collectio 21,438).
Fue el papa Inocencio II, en el concilio Lateranense
II (1139) dio la legislación definitiva al declarar: “el matrimonio de los
sacerdotes no solamente es prohibido, sino también es inválido, después de la
ordenación”; y el Matrimonio en la Iglesia católica en indisoluble, en atención
a la pureza de los sacerdotes”. Desde entonces, ésta norma de no ordenar
sacerdotes prevaleció en la Iglesia hasta quedar fijada completamente en el
concilio de Trento (1563). En consecuencia antes de Trento aún existían
sacerdotes matrimoniados secretamente antes de la ordenación. A partir de 1139,
los términos que emplea la Iglesia para referirse a las esposas de los
sacerdotes son “concubinas”, “prostitutas” o “adulteras”. Contra el concubinato
de sacerdotes se alzaron, entre muchos, el sínodo de Saumur en 1253, el de
Colonia en 1260, el de Grado en 1296, el de Bolonia en 1317, el de Praga 1349,
el de Padua en 1350, en de Palencia en 1388, etc. El sínodo de Munster en su
canon 2 prohíbe a los sacerdotes asistir a la boda de sus hijos o a sus
funerales; mientras el sínodo de Bremen en 1266 declaraba: “los subdiáconos y clérigos que todavía
mantienen relaciones maritales serán despojados para siempre de todos los
ministerios eclesiásticos. Los hijos nacidos de tales uniones prohibidas no
tienen derecho alguno a los inmuebles de sus padres, cuanto dejare a su muerte
se repartirá entre el obispo y el pueblo”. Esta declaración hace suponer
que los hijos de los sacerdotes casados se beneficiaban de los bienes
eclesiásticos y tras la muerte de sus padres reclamaban estos beneficios.
Como hemos afirmado arriba, no todos los sacerdotes,
es decir, miembros de la jerarquía eclesiástica se atuvieron a los mandatos
de los sínodos sobre la observancia del
celibato. Algunos clérigos por intermedio de emperadores y documentos con constatación
bíblica pedían a toda costa la eliminación del celibato. Tal es el caso de los
sacerdotes que se unieron a las filas de Martín Lutero para implorar por la
supresión del celibato así como de los votos religiosos.
En el siglo XVI, el concilio de Trento, para
contrarrestar las irregularidades de la jerarquía eclesiástica, declaró
tajantemente: “si uno dice que no es mejor y más santo permanecer en la
virginidad y en el celibato que casarse, sea excomulgado”. También impuso
multas y castigos para los que transgredían el celibato. Frente a estas decisiones, muchos de los
sacerdotes casados, viéndose imposibilitados para pagar las multas, optaron por
pasarse a las iglesias reformadas: luteranismo, calvinismo, etc.
En el siglo XVIII, tanto la Ilustración como la
revolución francesa, que no miraban con buenos ojos el celibato, declararon que
“nadie se le podía impedir a los sacerdotes casarse, en cuanto, obran a su
naturaleza. Es más, el celibato se relativizó con el concordato firmado entre
Napoleón y Pío VII, en 1801.
El siglo XIX, el papa Pío XI, en su encíclica “el
sacerdocio católico”, destaca el sentido teológico del celibato al afirmar:
“Dios es espíritu, por tanto, parece conveniente que quien se dedique y se
consagre a su servicio, se libere de su cuerpo”. Prosigue: “si uno tiene una
misión, que en cierto sentido supera la de los más puros espíritus que están
delante del Señor, ¿no es lo más cabal que deba vivir, en lo posible, con un
espíritu puro?”[15].
Aquí, por tanto, se insiste a los sacerdotes a vivir como servidores dignos de
Señor y según su espíritu. Asimismo, el papa Pablo VI, en 1969, implora a la
Virgen María, en la basílica de Santa María Maggiore, por los sacerdotes, con
la siguiente oración: “Madre enséñanos lo que nosotros humildemente ya
conocemos y confesamos con fe: ser puro como tú eres puro; ser castos, es
decir, mantenernos fieles a este grandioso y sublime deber que es nuestro
celibato; hoy, toda vez que tantos discuten el celibato y que algunos ya no lo
entienden más”.
La observancia del celibato, antes quedar fijado
legalmente en el código del derecho canónico, ha sido un tema muy discutido en
los concilios así como por muchos miembros de la Iglesia.
5.
El sacerdocio y el celibato
La naturaleza del sacerdocio no exige el celibato,
pero lo solicita fuertemente. El celibato es un don/regalo que Dios concede a
quien quiere para la edificación de la Iglesia, para la construcción de Reino
de Dios, y para la unión profunda con Cristo. Por ende, la Iglesia no puede
imponer “por ley” la obligación del celibato, pero si puede
exigirlo como requisito a aquellos que se consagran al servicio de Dios y de la
Iglesia. Solamente a la autoridad eclesiástica competente (sumo pontífice) le
compete, por disposición divina, conocer y confirmar los signos de la vocación
al sacerdocio y juzgar sobre la idoneidad de los candidatos en cada momento
histórico.
La identidad del sacerdote es el mismo Cristo, el
célibe por excelencia. Por ello, el sacerdote está llamado a una intensa
identificación con Cristo hasta llegar a ser “alter Christus”. El sacerdote
acepta el celibato por el Reino de los cielos y por el seguimiento radical a
Cristo, no por cualquier otro capricho o interés. La continencia perfecta por
el Reino de los cielos implica una entrega amorosa, con el corazón indiviso, a
Cristo. Solo así el sacerdote participa del amor de Cristo, que lo transforma
por dentro y le da la capacidad de engendrar nuevos hijos para la vida de la
Gracia.
Además, el amor virginal es una forma esponsal del
amor con que Cristo ama a su Iglesia. Al aceptarlo y abrazarlo libremente, el
sacerdote se hace figura y presencia viva de Cristo esposo de la Iglesia, que
se dona a ella en perpetua y exclusiva alianza. La Iglesia ama en el sacerdote
a Cristo y se une a él con amor nupcial, otorgándole derechos y prerrogativas
que ha ningún otro hombre se puede conceder.
La vocación
sacerdotal es un don del Espíritu Santo y quien recibe tal llamado tiene la
libertad de aceptarlo y de entregarse plenamente al servicio de Dios y de la
Iglesia. Por consiguiente, el Sacramento del Orden no es para todos los
hombres, y es la Iglesia la que como Madre y Maestra debe de determinar en cada
época y en cada medio las mejores normas para que cada creyente pueda
desarrollar su vocación para la Gloria de Dios y el bien de cada ser humano.
6.
El
celibato por el Reino de Dios
El Reino que
vino anunciar Jesús se identifica con él, pero Jesús es el hombre célibe que
realizó una vida humana en plenitud. Nadie como él alcanzó una madurez sexual,
personal, humana, afectiva, amorosa, compasión, comprensión, acogedora. Los
evangelios nos revelan que Jesús tuvo un trato delicado, afectuoso, sincero con
todos, principalmente con pecadores y prostitutas. Jesús se ocupó completamente
por revelar el amor infinito del Padre y por servir a todos los hombres,
esencialmente a los marginados y desplazados de la sociedad y del culto.
El celibato que
vivió Jesús fue un signo profético, a la que todos los hombres están llamados a
abrazar, si realmente quieren la construcción del reino de Dios en la Tierra.
Ser célibe por el Reino en nuestro mundo de hoy, donde la corrupción, la
injusticia, el sexo, ocupan el primer plano, no solo es un signo profético; es,
sobre todo, un don, una gracia extraordinaria de Dios. Los obispos, sacerdotes
y religiosos/as que no vivan su celibato como un don gratuito de Dios y como
una vocación eclesial de amor, donación
y servicio, corren el peligro de no entender su vida y de vivir su celibato
como una durísima y pesadísima carga casi insoportable y aburrida. El celibato
no se vive porque está establecida en los documentos de la Iglesia, sino porque
se ama apasionadamente a Dios y a la Iglesia de Jesucristo.
Es el Señor
quien llama cuando y como quiere y él da la gracia y el don: solo cabe aceptar
o negar. No se puede explicar ni justificar la vocación al celibato como
tampoco se puede explicar ni justificar la vocación al presbiterado, a la
consagración religiosa-contemplativa o de servicio- o al apostolado. Igualmente
no se puede decir que el celibato sea algo fácil. Tampoco es fácil una vida del
matrimonio en autenticidad. Basta ver la cantidad de fracasos matrimoniales y
de familias destrozadas que se dan cotidianamente. Si el celibato fuese fácil
no serían tan frecuentes los casos de sacerdotes, religiosos y religiosas que
se secularizan para iniciar una nueva vida al margen del celibato por el que un
día habían optado, para vivir el celibato a su manera, gusto y capricho
personal.
Para realmente
vivir el celibato por el Reino de Dios, es necesaria una formación espiritual y
humana, una educación en el amor a la humanidad, a la Iglesia y un amor
transparente y profundo a Dios. Educar para el celibato exige una educación
sexual a todos los niveles. Es necesario que los candidatos (seminaristas,
diáconos, sacerdotes) que van a consagrar libre y voluntariamente su vida al
Señor, sepa bien qué van a consagrar, qué opción toman, qué renuncian, y a
dónde van.
El celibato asumido por el Evangelio, por el Reino de los
cielos, es fuente de vita interior, de intimidad y de enorme enriquecimiento
personal. Es fuente de amor, de alegría, de amistad, de ternura, de compasión,
de cercanía especial a los pobres y necesitados, de unión, de solidaridad, de
simpatía y de comunicación espiritual entre los hombres, superando las
diferencias de sexo, de cultura, de raza, de color, de nación, de leyes, y
hasta de religión… Es fuente de abnegación, de olvido de sí mismo, de grandes
renuncias e inmensos sacrificios, de heroísmos sin nombre, de agonías mil por
el Evangelio, de amor hasta el extremo como Cristo, hasta darla vida por los
hombres, por Dios: niños, pobres, enfermos, discapacitados, marginados de la
sociedad, ancianos, varones y mujeres. En esta línea estuvo el amor de Jesús,
de los apóstoles, de tantos santos, de mártires, de héroes. En el amor y la
entrega hasta la muerte es donde el hombre alcanza su mayor plenitud, su mayor
felicidad.
El celibato
vivido al margen del Evangelio, del
Reino de Dios, y de los hermanos, es fuente de cansancio, de tristeza, de
aburrimiento, de hostigamiento, de rechazo, de anti-testimonio, de
incoherencia, de represión, etc.
7.
Nadie está obligado a ser célibe
Se escucha
con frecuencia expresiones de este tipo "la Iglesia Católica impone a los
sacerdotes el celibato" o en forma interrogativa "¿porqué los
sacerdotes no se pueden casar?". Si bien se entiende que el celibato es
una reglamentación eclesiástica, una "ley" de la Iglesia, sin embargo
no me parece que sea del todo correcto hablar de "imponer" el
celibato o de "obligar" el celibato.
En la
Iglesia Católica nadie está obligado a ser célibe, porque nadie está obligado a
ser sacerdote. La vocación sacerdotal es un llamado gratuito de Dios para su
Iglesia, y no un derecho personal del candidato. No sucede con el sacerdocio lo
que sucede con otras profesiones humanas, a las cuales "tengo
derecho": la Iglesia, al unir "sacerdocio" con
"celibato" no está "imponiendo nada a nadie", porque nadie
tiene que ser sacerdote; más bien hay que decir que al obrar así está
ejerciendo un "derecho" dado por Dios mismo a su Iglesia de
establecer ciertos aspectos disciplinares del oficio sacerdotal. De hecho es
precisamente la Iglesia la que ordena sacerdotes para destinarlos al servicio
divino. Si no fuera así, ¿en qué quedaría el sacerdocio?, ¿cuál sería su
finalidad?, ¿sería cada uno sacerdote según su propio parecer?
En la
Iglesia hay muchas maneras de servir al pueblo de Dios, y si alguien cree que
es llamado a ocupar un lugar activo en la Iglesia, pero a la vez siente que no
está llamado al celibato, pues puede ocupar ese lugar según el don que Dios le
dio, sujetándose al parecer de la Iglesia, y no buscando a toda costa "ser
sacerdote".
El
sacerdocio es un oficio sagrado de la Iglesia en bien de la Iglesia, y es ella
la que determina, en los diversos períodos históricos de su vida, de qué manera
conviene mejor ejercer este oficio. El candidato al sacerdocio tiene largos
años para reflexionar y prepararse. En consecuencia, no es lícito hablar de
"obligación" en sentido de "imposición forzada". Está demás
decir que para ello la Iglesia debe saber preparar a los candidatos
debidamente, de modo que puedan aprender a vivir una vida tan particular; en
esto está el secreto del "éxito" del sacerdote célibe.
Conclusión
Ha sido
interesante, pero a la vez complicado, remontarse a la historia de la ley del
celibato. El tema ha sido, es, y seguirá siendo quizá, un tema de mucha
polémica. Como se constata en la historia, partidarios en su contra como a su
favor no le faltan. Algunos piden a toda costa la eliminación del celibato,
mientras otros se preocupan por darle fundamentos teológicos y bíblicos
consistentes, y otros intentan vivir el celibato como un modo de compromiso con
el Evangelio, con el Reino de los cielos y con la Iglesia.
Lo cierto es
que, el celibato es una carisma muy estimada y valorada por la Iglesia. Gracias a ello, hay todavía en la Iglesia de
Dios innumerables ministros sagrados – diáconos, presbíteros, obispos- que
viven de modo intachable el celibato voluntario y consagrado; y junto a ellos
podemos contemplar la castidad/celibato vivido no por desprecio del don de la
vida, sino por amor superior a la vida nueva que brota del misterio pascual.
La Iglesia
no obliga a nadie la ley del celibato, pero sí exige en aras al compromiso con
el Evangelio y a la salvación de las almas. Además el celibato es un don
concedida por Dios a la Iglesia. En cuanto tal, debe ser observada y cuidada
por todos los miembros de la Iglesia. Solo así se evitará que reaparezcan las
violencias cometidas contra la ley del celibato como en el pasado histórico. También
es responsabilidad de todos los sacerdotes cuidar el valor y el sentido del
celibato con sus vidas; es decir, de mostrar y presentar una buena imagen del
sacerdocio y del celibato. De lo contrario, seguirán las confusiones y anhelos
de suspensión total del celibato.
Finalmente,
dado que los tiempos y paradigmas cambian es oportuno y conveniente revisar,
repensar y discutir el celibato para su mejor comprensión y valoración. No se
gana nada con tenerlo como dogma sin que lo sea.
BIBLIOGRAFÍA
1.
CRESPO PRIETO, Luis-Antonio.
Celibato por el Reino de Dios. Orientaciones educativas. Ed. EGA. Bilbao 1996.
2.
RANKE-HEINEMANN, Uta. Eunucos por el
reino de los cielos. Iglesia católica y sexualidad. Ed. Trotta. Madrid 1994.
3.
GALOT, Jean, S.J. Sacerdotes en nombre de Cristo. Ed.
Grafite. Bilbao 2002.
4.
SACERDOTALIS CELIBATUS, Encíclica.
Sobre el celibato sacerdotal. Roma 1967.
5.
FRATERNIDAD PROVINCIAL, Revista. n
257. Lima 2002. Pág. 88-98.
[1] Estatutos: Son formas de derecho propio que regulan las relaciones de
ciertas personas que tienen en común la pertenencia a un territorio o sociedad.
[2] Chamullo. (Verb. Chamullar): Impresionar sobre algo con palabras
engañosas, falaces, embusteras e infundadas.
[5] ZAFRA, Julio. Docente de
Derecho Canónico en ISET.
[6] En francés podemos encontrar el termino celibato con expresiones como
“la vieille fille” (vieja soltera), “vieux garcon” (solterón). Además existen
vocablos como “seul” (solo) y “seule” (sola), etc.
[9] Ibid.
[10] ttp://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergy/documents/rc_con_cclergy_doc_20070224_hummes-sacerdotalis_sp.html