¿No es éste el hijo de José? Es la pregunta que lanzan sus paisanos a Jesús ante su propuesta liberadora y salvífica. Siendo sinceros toda visión que va más allá de los intereses del gueto (familia, sociedad, pueblo, nación, etc.) es interpretada como traición a la Institución.
Lo novedoso en el relato de Lucas (4,21-30) es que la liberación y la salvación trae uno del pueblo, no un extranjero ni un ángel divino. Enfatizando, la grandeza de Jesús está en que, siendo uno de tantos, fue capaz de descubrir lo que Dios quería y esperaba de él. Jesús no es un extraterrestre ni dios de olimpo que trae de otro mundo la liberación, sino un ser humano que saca de lo hondo de su ser lo que Dios ha puesto en todos los seres. Jesús habla de lo que encontró dentro de sí mismo y nos invita a descubrir en nosotros lo mismo que él descubrió. Jesús descubrió que Dios es Amor y misericordioso con todos.
El Dios de Jesús es Amor incondicional. No tiene privilegios con nadie, Él simplemente ama a todos infinitamente. Dios no hace distinción entre buenos o malos, para él todos somos buenos. Dios no nos ama por lo que somos o por lo que hacemos. Dios nos ama por lo que Él es. Dios ama con el mismo amor al pobre y al rico, al blanco y al negro, al cristiano y al musulmán, a la prostituta y a la religiosa, al santo y al perverso... Esto quizás para algunos sea intolerable e ilógico, incluso puede a algunos parecerles insoportable como a los paisanos de Jesús. Pero mientras sigamos pensando que Dios nos ama porque somos bueno o porque somos mejores que los demás nadie nos convencerá de que debemos amar al que no lo son. Si llegamos a descubrir que Dios nos ama sin merecerlo y a pesar de lo que soy, tal vez podríamos entrar en la dinámica del amor que Jesús predicó.
Jesús vino a anunciar la liberación y la salvación de todas las opresiones. La libertad y salvación que ofrece no va contra nadie ni excluye, sino a favor de todos. En consecuencia, no debemos ser ingenuos en afirmar que la Buena Noticia de Jesús es buena noticia solo para los oprimidos y es mala para los que se empeñan en seguir oprimiendo. En tiempo de Jesús, y en todos los tiempos, los que gozan de privilegios casi siempre se oponen, con uñas y dientes, a toda forma de liberación y transformación. En el Evangelio no caben medias tintas o ambigüedades. Si no estamos dispuestos a liberar a los oprimidos, somos opresores. Si no estamos dispuestos a practicar la justicia, somos agentes de la injusticia, de la corrupción y de la desigualdad. Ahora bien, en alguna medida todos somos oprimidos y todos oprimimos a los demás. Si alguien dice yo no, es un farsante e hipócrita. El horizonte de todos debe ser: oprimir cada vez menos y ayudar cada vez más a los demás a liberarse de cualquier forma de opresión e injusticia.
El lema de un seguidor y discípulo de Cristo debe ser: ni oprimir ni dejarse oprimir, liberar y dejarse liberar. Jesús nos da un ejemplo de libertad sin límites en Lc 4,21-30. No se amilana ni cede un ápice ante la oposición de la gente (sus paisanos). La propuesta de un Dios Misericordioso para todos es para Jesús, irrenunciable e inevitable. Cualquier otro dios es un ídolo que hay que rechazar, porque en vez de liberar esclaviza y adormece; aunque pueda ser muy útil para los que pretendan seguir esclavizando en su nombre. Esa utilidad es peligrosa y engañosa, al mismo tiempo, ya que aprovecharse de otro en beneficio propio nunca puede ser positivo para el oprimido ni liberador para el opresor.
Tenemos que hacer un esfuerzo por comprender que el opresor no hace mal porque daña al oprimido, sino que hace mal porque se hace daño a sí mismo. El que explota a otro le priva de unos bienes que pueden ser vitales y existenciales, pero lo grave es que él mismo se está deteriorando como ser humano. El daño que hace, le afecta al otro en lo accidental. El daño que se hace a sí mismo, le afecta en su esencia. En otras palabras, el daño que hago a una persona, incluso cuando le quito lo que creemos más preciado, la vida física, no es nada comparado con el daño que me hago a mí mismo deshumanizándome. El que muere por mi culpa puede morir repleto de humanidad, pero yo, al ser la causa de su muerte, me hundo en la más absoluta miseria. Solo una ignorancia profunda nos puede llevar a hacernos tanto daño a nosotros mismos.
Hemos de darnos cuenta que solamente el servicio a los demás -prácticas del bien y la caridad- puede garantizar nuestro seguimiento a Cristo y nuestra religiosidad. ¿Nos damos tiempo para pensar que “sin amor no somos nada”? Por ende, el único amor del que podemos hablar es el amor a los demás. Sin éste, el amor que creemos tener a Dios, es una farsa e hipocresía. La única pregunta a la que debemos contestarnos no es otra que ¿Amo? Sin amor, todas las prácticas religiosas, todas las ceremonias, todas las oraciones, todos los sacrificios, todos los ritos, todas las normas cumplidas, no sirven de nada. En síntesis, nuestra vida cristiana es absurda si no hemos llegado al verdadero amor.