ALGO DEL HIJO PRÓDIGO, TENEMOS.



La parábola clásica del hijo pródigo nos revela la bondad insondable de Dios con sus hijos. Un Dios que no renuncia al amor, a la vida, a la felicidad, a su ser. El hombre sí, como el hijo pródigo, en muchas ocasiones, ha abandonado a Dios pensando ser libre, ha dejado de amar, ha dejado de ser fiel, de buscar la verdad y practicar la justicia, ha dejado de acoger y perdonar, ha dejado de obrar conforme el proyecto del Padre. Pero, al fin de cuentas, la vida al margen de Dios será simplemente maldición, pecado, incertidumbre, frustración y sufrimiento, sin ninguna esperanza.

El Dios del que nos habla Jesús es un Padre sencillo y desprendido que respeta la elección de sus hijos. Dios no impide, sino respeta la libertad de sus hijos. Un Padre justo que reparte la hacienda equitativamente a los dos hijos. Dios no es mezquino y calculador con sus favores, sino da a cada uno lo justo y necesario para realizarse y alcanzar la santidad.

Un Padre “vigilante” que espera y aguarda el regreso del hijo. Espera pacientemente ser descubierto, ser amado con un amor como el suyo. Confía en que sus hijos volverán a su presencia y habrá fiesta.  Un Padre que ama sin cansancio, pese a la infidelidad y abandono de los hombres. Dios no reprocha a ningún hombre de sus elecciones, pero sí está dispuesto para acoger y abrazar a todo aquel que regresa a su casa.

Un Padre que celebra la vida: “…estaba perdido hemos encontrado; muerto, ha vuelto a la vida”. La vuelta del hijo es alegría y fiesta para Dios, no los sacrificios ni las convenciones apoteósicas ni las conversiones mágicas. Estos últimos sin el amor y la comunión fraterna son hipocresía y negocio. No fiesta de salvación, liberación y gozo.

En ese sentido, el Dios de Jesús, revelado en la parábola, no es un dios como nos lo presentan las religiones del mundo, los movimientos religiosos de corte sentimentalista que abundan, las sectas religiosas y políticas de distintos títulos y denominaciones. No es como lo pintan algunos con sus discursos cargados de emoción y oratoria.

El Dios de Jesús es un Dios que se manifiesta en el corazón del hombre, en la historia y en la realidad que nos circunda. Es un Padre que nos ama no porque somos buenos y mejores que otros (o porque somos de tal o cual religión ni porque llevamos algún distintivo de diferencia), sino para que seamos buenos y misericordiosos como Él. 

Solamente sintiéndonos amados por ese amor insondable de Dios, seremos capaces de acogernos, tolerarnos y celebrar la fiesta como hijos y hermanos.